El circo político estadounidense ha decidido que ya no basta con el espectáculo de Washington; ahora necesitan llevarse la función completa ...
El circo político estadounidense ha decidido que ya no basta con el espectáculo de Washington; ahora necesitan llevarse la función completa a Los Ángeles, con marines, guardias nacionales y toda la parafernalia autoritaria que haría sonrojar hasta a los dictadores más creativos de Latinoamérica.
Donald Trump, ese maestro de la sutileza diplomática que considera Twitter su sala de situaciones preferida, ha elevado su retórica al sugerir que "sería algo estupendo" detener al gobernador de California, Gavin Newsom. Porque claro, nada dice "democracia sólida" como un presidente fantaseando públicamente con encarcelar a gobernadores que no le aplauden lo suficientemente fuerte. Los founding fathers estarían orgullosos de esta interpretación tan liberal de los pesos y contrapesos constitucionales.
La excusa oficial para este despliegue militar digno de una operación en territorio enemigo son las protestas por las redadas migratorias, que según las autoridades locales han sido mayoritariamente pacíficas. Pero Trump, con esa capacidad única para magnificar amenazas inexistentes, ha decidido que Los Ángeles estaba a punto de convertirse en Stalingrado si no enviaba inmediatamente dos mil soldados. "Los Ángeles habría quedado completamente destruida", declaró con la misma solemnidad con la que un niño explica por qué necesitaba usar todo el extintor para apagar una vela.
El zar fronterizo Tom Homan, título que suena más a personaje de telenovela que a cargo gubernamental, ha amenazado con arrestar a cualquiera que obstaculice sus operaciones, incluyendo al gobernador y a la alcaldesa. Newsom, con el temple de quien sabe que está siendo desafiado por alguien cuyo trabajo consiste básicamente en ser el matón oficial de la administración, le respondió con un "deténgame, adelante" que destila la confianza de quien conoce perfectamente sus derechos constitucionales.
La imagen de marines durmiendo hacinados en el suelo de Los Ángeles, sin combustible, agua ni comida apropiada, retrata perfectamente la competencia logística de una administración que planifica invasiones como otros organizan picnics: con mucho entusiasmo y cero preparación. Trump, ese estratega militar de sillón, mandó tropas sin siquiera asegurarles condiciones básicas de subsistencia, pero se ofende cuando le señalan que está faltando el respeto a los mismos soldados que usa como atrezzo en su teatro político.
Mientras tanto, Kamala Harris, desde su residencia angelina, ha salido a defender el derecho a la protesta pacífica, lo cual en el contexto actual equivale a defender conceptos tan revolucionarios como la Primera Enmienda y el estado de derecho. Que una exvicepresidenta tenga que recordar públicamente que protestar pacíficamente es un derecho fundamental dice mucho sobre el nivel de retroceso democrático que estamos presenciando.
La verdadera ironía de todo este episodio es que Trump, ese adalid del antiestablishment que prometió drenar el pantano, ha creado el espectáculo más pantanoso de la historia reciente: un presidente amenazando con detener gobernadores, enviando tropas federales contra manifestantes pacíficos y convirtiendo la inmigración en un pretexto para ejercicios de autoritarismo que harían palidecer de envidia a cualquier caudillo tercermundista.
California, ese estado que Trump ama odiar con la pasión del ex novio despechado, se ha convertido en el laboratorio perfecto para medir hasta dónde puede estirar la cuerda constitucional antes de que se rompa. Y Newsom, ese político californiano que no descarta una candidatura presidencial futura, ha encontrado en esta confrontación el combustible perfecto para posicionarse como el demócrata que no se achica ante las bravuconerías trumpistas.
Al final, lo que estamos presenciando no es más que el último capítulo de una democracia que se está convirtiendo en una mala parodia de sí misma, donde los marines duermen en el suelo para proteger edificios federales de manifestantes que piden respeto a los derechos humanos. El absurdo es tan evidente que ya ni siquiera sorprende; simplemente confirma que hemos normalizado lo anormal hasta el punto de que enviar tropas federales contra protestas pacíficas se ha vuelto otro martes cualquiera en la América de Trump.
