Este carnaval que es ser padres siempre nos lleva a librar batallas realmente cruentas sobre las maneras en las que comprendemos la enseñanza.
Este carnaval que es ser padres siempre nos lleva a librar batallas realmente cruentas sobre las distintas maneras en las que comprendemos y vivimos, con mayor o menor mérito, la enseñanza.
Hay que admitirlo. Todos los que nos hemos montado en este barco hemos analizado, juzgado y criticado hasta límites realmente penosos a los padres que actúan de forma distinta a la nuestra, y lo hemos hecho para protegernos, porque nuestra autoestima está de por medio. Nuestros hijos son el proyecto de nuestras vidas, y el resultado de semejante barbaridad está a la vista de todo el mundo. Sus éxitos o sus fracasos son también nuestros. Por eso es muchísimo más cómodo lavar nuestra muy deteriorada imagen con la culpa de los demás padres.
Hay miles de opiniones distintas en el tema de la educación de los hijos, y ésta siempre ha sido un tema recurrente de análisis social. Y se vuelve tema de escrutinio y debate ahora más que se ha popularizado la crianza libre, sin límites, sin regaños y sin miradas asesinas que se aleja deliberadamente de la tradicional práctica conductista basada en refuerzos y castigos -usted y yo recordamos perfectamente la forma en la que nuestros padres nos educaron-, mientras que la omnipresencia de internet y las redes sociales han acrecentado dramáticamente el conflicto esparciendo teorías y prácticas pseudoeducativas que sólo confunden a las hordas de nuevos padres deseosos de darle lo mejor a sus hijos.
Lo cierto es que los padres, de todas las edades, siempre estaremos inseguros sobre cómo educamos a nuestros hijos, es inevitable y universal, y sentimos casi instintivamente que necesitamos aferrarnos a algo para sentirnos seguros y escapar de esa terrible sensación de duda. Esto, cuando somos particularmente jóvenes y primerizos, somos el blanco perfecto de corrientes que practican diferentes formas de crianza, desde la completamente libertaria que engendra pequeños monstruos, hasta la que impulsa el apego estricto y severo a la tradicional, a veces hasta sus últimas y trágicas consecuencias, y esa dicotomía genera conflictos ideológicos con quienes actúan diferente para educar a sus pequeños.
Esos conflictos han llegado a la calle en forma de frentes que defienden la crianza tradicional en franca oposición -a veces violenta- de quienes educan a sus hijos en la apertura a nuevas figuras de familia. Esas confrontaciones son el perfecto diagnóstico psicológico de la disonancia cognitiva, que es el estado emocional que surge de la discrepancia entre las creencias que tenemos acerca de algo, o entre estas ideas y las conductas que se llevan a cabo. La desagradable tensión e incomodidad que genera esta situación incita a sus víctimas a comportarse o a inventar justificaciones que pretenden eliminar o reducir esa contradicción, la mayor parte de las veces son desastrosas consecuencias.
Cuando quienes padecen de disonancia cognitiva encuentran algo que encaja con sus creencias, lo aceptan de un modo acrítico, y se dejan llevar por los estereotipos de aquello que se supone deben hacer para no alejarse del concepto que se han formado de ellos mismos.
Las mujeres, señaladas social e injustamente como las primeras responsables de la educación de los hijos, son sometidas de forma especialmente cruel a una presión social que les genera un creciente estado de tensión e inseguridad sobre su capacidad de ser “buenas madres”, llevándolas a protagonizar de forma furiosa este tipo de desencuentros.
Es muy claro que desde hace mucho tiempo la educación dejó de ser algo que se hacía en grupo, y se ha vuelto una tarea que hace la familia desde la soledad y el aislamiento de las cuatro paredes de su casa, lo que hace percibir las influencias externas como amenazas al sistema de valores que tiene cada uno en su cabeza, y esa alienación nunca conduce a nada bueno.
Un cambio positivo es comenzar a ver la diversidad como una oportunidad para aprender nuevos recursos y maneras de hacer, pero lo más importante, lo que de verdad sirve para dejar de preocuparte sobre si uno es percibido como “un buen padre” o “una buena madre” es mandar directo al demonio la presión de la sociedad: no somos perfectos, y esa realidad también alcanza a nuestros hijos.
Comencé este podcast con mi experiencia como padre porque durante algún tiempo de mi vida sentí la presión social de precisamente “ser un buen padre”. No sé en qué momento dejé de sentir esa necesidad por la perfección, pero sé que a partir de ese momento empecé a hacer las paces con mis defectos como padre; dejé de fingir que todo es fácil y comencé a empatizar con las dificultades que tienen aquellos con los que compartí la experiencia de criar a un hijo. Y resultó mucho más reconfortante y saludable encontrar los puntos que nos unían, en vez de hacer evidentes las diferencias entre una y otra forma de educar.
Tampoco me di cuenta en qué momento dejó de ser importante ser blanco de comentarios o juicios por parte de terceras personas, y como no había en ningún lugar cláusula alguna que como padres nos obligara a justificar nuestras decisiones, pues entonces fue cada vez más cómodo mandar al cuerno a quienes intentaban entrar en debates estériles.
Lo que sí nos quedó claro es que si a nosotros no nos importaba ya el juicio social, pues entonces nosotros tampoco teníamos derecho a criticar a nadie sobre sus opiniones y formas de actuar, y más importante aún, que nadie tenía por qué justificarlas ante nosotros.
Reconocer estos derechos nos ayudó a manejar bastante mejor las críticas, y de hecho nos permitió encontrar aquellas opiniones valiosas y pertinentes que se ocultaban en lo que nosotros antes considerábamos reproches sin sentido. Dicho de otra forma: como ya no nos enojábamos ante la censura y la reprobación, podíamos encontrar en algunos comentarios genuinas perlas de sabiduría de padres que lo hicieron muy a su manera y que, de alguna u otra forma, nos servían para nuestra propia experiencia.
Como sea, no sabe usted el gusto que me da poder ver hacia atrás y con una sonrisa burlona esos tiempos en los que formábamos parte de esa competición absurda e inútil por ser “los padres perfectos”. Hace ya mucho tiempo aceptamos nuestros defectos y los de los demás, y admitimos las limitaciones que nos ayudan diariamente a hacer las paces con nosotros mismos por haber sido padres a medias. Por supuesto desconocemos las respuestas a todas las preguntas, porque aún seguimos siendo padres, y estamos ávidos de descubrirlas, porque este camino de guiar y educar a medias a los hijos, aunque sean ya adultos, nunca termina.